Caminan lento. La mayoría aquí camina lento. Parecen estar sucumbidos en una profunda meditación. O piensan en la nada. O simplemente en qué los depositó en este rincón de la ciudad. Es una tarde de un día hábil, en una hora pico. En cualquier sector de la Capital Federal hay mucho tránsito, gente que corre hacia algún lugar.
Es miércoles, queda la mitad de la semana por planificar. Sin embargo, en esta plaza no sucede lo mismo, son pocos los apurados; como si recién se despertaran de una típica siesta pueblerina. No los apresura el tiempo, no los espera nadie.
Un patrullero recorre la zona, dos policías intentan conversar con quien les dio charla: un morocho vestido con un suéter beige, jogging gris y pantuflas, como en casa, pero en la calle.
Los más activos son los del pabellón 1422, donde residen los adictos al alcohol y a las drogas. Ellos, los médicos, los enfermeros y los de limpieza. Es que el Hospital José T. Borda reúne diferentes personalidades, edades, diagnósticos y tratamientos.
Los más pasivos al parecer son los viejos, como la dupla vitalicia que pasa gran parte del día con sus cabezas entre las rodillas, con un cigarrillo interminable como sus pensamientos y un mate lavado, frío y duradero.
“Vos le sacás los cigarrillos y el mate y los matás”, asegura M, un empleado del psiquiátrico. Mientras tengan dinero nunca les van a faltar, así como el papel higiénico. Son los propios internos los que se proveen de sus elementos básicos de higiene y otros gustos. Compran lo que necesitan en el kiosco ubicado frente a “La Colifata”, la radio que se emite todos los sábados.
M convive con ellos hace seis años y pudo observar de cerca el descuido, el desamparo y el abandono en que están sumergidos. “En invierno los ves descalzos, desabrigados, nadie los cuida”, afirma. Como los viejos del mate, parecen indigentes.
A falta de dinero, que obtienen de sus jubilaciones, pensiones o ayuda familiar, piden fiado. El kiosquero anota en la libreta y espera al próximo mes para cobrar. A veces ese momento nunca llega. Los deslices de los locos.
Si una tarde es serena, la noche también suele serlo. Aunque hubo momentos trágicos. “Hace unas semanas uno le arrancó los ojos a otro”, cuenta M.
Resultó ser que una noche un interno se levantó y comenzó a darle trompadas a un compañero de cuarto. Le pegó tanto en la cara que terminó por reventarle los ojos. Duro. También lo es quedarse sin nicotina.
Fuera de este ámbito a cualquiera que se le acaben los cigarrillos, sale a comprar o se queda con ganas de fumar. La situación aquí es muy distinta, no hay una estación de servicio donde conseguir si los agarra la madrugada. La realidad de los que viven en el Borda es otra y en esa realidad no se discrimina entre lo bueno y lo malo. Mucho menos entre el tabaco y la yerba mate.
Son víctimas de ellos mismos, de su locura, de sus adicciones, y de quienes se aprovechan de su estado. Según M, los enfermeros le roban dinero a los internos y les venden droga. Porque al igual que en una cárcel o un instituto de menores, las adicciones siguen su curso en este lugar. Lamentablemente, los adictos continúan drogándose. La droga entra, transita, y afecta la evolución de quienes mejoran psicológicamente.
El mejor ejemplo es el de F.D., un chico de 22 años adicto al paco. Estuvo internado en el hospital hasta que un grupo de psiquiatras del establecimiento le recomendó a su familia trasladarlo a una granja de rehabilitación porque causaba disturbios en el pabellón. Presumieron o asumieron que él se seguía drogando.
En abril, después de esa recomendación, F.D se escapó, como ya lo había hecho dos veces antes. En ambas oportunidades nadie lo vio salir, mucho menos entrar cuando optó por volver.
Finalmente, el juez que lo había declarado insano, tomó la decisión de enviarlo al “Hogar Padre Pío” de la ciudad bonaerense de Junín. A los pocos días de haber entrado al lugar, asesinó a su compañero de cuarto con un tirante de madera. Actualmente está internado en el Melchor Romero, acusado de homicidio simple.
La siesta en algún momento se termina.
nos mudamos
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